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Tiempo de burbujas y Champagne

Admirado,  celebrado y replicado en los cinco continentes, el mundo de los espumosos se inicia en Champagne pero recorre una amplia y diversa geografía a través de añadas, uvas y generaciones enteras de tradición. En este artículo que escribí para Avianca en Revista, recorremos un poco todo eso.

Lo cuentan las leyendas, y no hay motivo para descreer de ellas. En el sótano de la abadía de Hautvillers, unos kilómetros al noreste de Paris, los demonios se habían apoderado de sus vinos. A comienzos de la primavera las botellas en estiba estallaban una a una, echando a perder por completo la producción que debería servir de brebaje de los religiosos a lo largo del año. La explicación hoy es clara: el inicio del otoño frío en aquellas latitudes de Francia adormecía a las levaduras hasta que los primeros calores de marzo las volvían a despertar; allí se reiniciaba la fermentación pero, al estar las botellas selladas herméticamente, el dióxido de carbono generado no podía escapar y terminaba disolviéndose en el líquido. Presión, más presión y más presión que, como resultado, devenía en aquellas explosiones fulminantes. Una mañana, el monje de la abadía, Dom Pierre Pérignon, bebió el líquido derramado y masculló entre dientes: ‘venid, hermanos, estoy bebiendo estrellas’. Desde allí, la historia de la vitivinicultura mundial cambió para siempre.

El origen del Champagne, mucho más allá de cualquier fábula, fue la primera piedra para dar vida a uno de los estilos más famosos, admirados y copiados del mundo. Champagne, sí, porque solo un puñado de vinos elaborados allí bajo específicas condiciones, puede llevar ese título. El resto deberá conformarse con ser sparkling, espumoso, Cava, crémant o alguna alternativa similar.

Pulida la técnica, y ya sin botellas explosivas de por medio, las principales regiones vitivinícolas del mundo han reproducido el estilo, dándole un acento local y minando la góndola con alternativas tan plurales como disímiles porque, si bien las burbujas son el hilo conductor, un Champagne y un Prosecco poco tienen en común. La región, las variedades de uva empleadas, la vinificación y el conocimiento de generaciones son claves básicas que definen y marcan la diferencia. Sumado al costo, claro, teniendo en cuenta que un Champagne, por su escasez y tiempos de producción, probablemente duplique en valor a cualquier par de las Américas. Entonces eso tengámoslo en cuenta: si el precio sube, también deberán escalar nuestras exigencias.

Haciendo a un lado casos excepcionales de grandes iconos mundiales, el gran atributo de cualquier espumoso es básicamente su frescura; cosechas tempranas que aseguren racimos ácidos y que, en la copa, se traduzcan en blancos livianos, de paladar chispeante y enorme facilidad para ser bebidos. Un Prosecco, por ejemplo, se amolda perfectamente a este perfil relajado porque, contrariamente a los emblemáticos Cavas españoles y Champagnes, en donde la segunda fermentación en la que el vino adquiere burbujas se realiza en la botella, éstos se elaboran íntegramente en tanques de acero inoxidable. Así, el impacto de las levaduras es menor y los vinos saben a fruta.

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